Cerrar la puerta, bajar las escaleras de Ma Vieng y ponerte las bambas.
Calor y el sillín de la moto quemaba.
Conducir por la izquierda, atravesar el puente que cruza el río Ping y llegar a un Templo: Wat Ket Karam, o como dice el letrero de la entrada : Wat Gate Khar Rnam.
A la derecha del templo, un museo.
Curiosos. Entramos.
Polvo y listones de madera que dibujan la luz intensa.
Esencia.
Magia.
Entrar a este lugar y sentir magia. Pese a no entender nada, sentir magia. Hay algo en el aire que nos lo está diciendo.
Hemos encontrado un tesoro: un museo, antiguo, lleno de piezas sin un orden aparente y una pieza de museo en sí misma.
Se han roto de un golpe todos los estándares que teníamos asociados a un museo.
Nos adentramos y empezamos a observar.
Las vitrinas nos marcan los posibles recorridos, a la vez que dan lugar a los objetos. No están expuestos como obras de arte, están tal cual, con lo que el tiempo y el polvo tienen también qué decir de ellos. Con lo que el azar, tiene que decir de ellos.
Cada uno toma su camino, para detenerse en aquellos detalles más suyos.
Mi camino empieza y me reencuentro con objetos que me cuentan historias, casi a escondidas, como si aquel momento fuera sólo nuestro y la historia de su pasado me la estuviese regalando. Hay historias de sufrimiento, de amor, de esperas. Hay historias que son ratos y otras que son toda una vida.
Hay todo tipo de objetos: de los del día a día, de los de la guerra, de los que la casualidad también puso allí.
Mi imaginación vuela cada vez más rápido, entre siglos y años de diferencia, intentando reconstruir historias, personajes y costumbres.
Estanterías y objetos. Objetos y estanterías. Objetos y objetos.
Polvo.
Pasan más de dos horas hasta que nuestras miradas se cruzan de nuevo, fascinados. Nos encanta. Es tan especial que podríamos estar horas y horas reconstruyendo historias a través de los objetos.
El Wat Ket Karam Museum es, hasta el momento, el museo más especial que hemos conocido.
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